Fui criado en un hogar en donde el pesebre decembrino era una ceremonia y una obligación. Mi madre lo inauguró cada 16 de diciembre hasta cuando las brumas del olvido la envolvieron.
A su alrededor siempre vi rezar la novena de aguinaldo y, por supuesto, con esa memoria de gato que he cargado, todavía recuerdo la primera oración “benignísmo Dios de infinita caridad, que tanto amasteis a los hombres” o los gozos de “ dulce Jesús mío, mi niño adorado ven a nuestras almas, ven no tardes tanto”.
Por alguna razón, que no es el caso detallar, perdí la fe y la costumbre en todo lo religioso pero seguí respetando el ceremonial del montaje del pesebre y las novenas de aguinaldo que cuando la familia se disgregó mi madre, violín en mano, las rellenó con los villancicos que cantaba la pobresía de los barrios que ella ayudaba con mercados semanales y a quienes mandaba traer en busetas para que abarrotaran su casa, en donde el pesebre copaba totalmente la sala principa.
Añorando esos recuerdos y analizando su gesta pienso que si en Colombia hubiéramos admitido que la iglesia que nos forjó como patria nos construyó las estructuras legales y de comportamiento con mentalidad de pesebre, habríamos buscado el futuro batallando por salir adelante y no armando guerras y guerritas por pedazos de tierra agreste.
Resultamos tan provincianos como los pesebres y tan lejanos del saber y la información que nos quedamos pensando como la burra y el buey y obedeciendo como pastores subyugados.
Hemos sido un país sometido primero a la iglesia, después a los políticos y ahora último a las bandas de los traquetos y los ejércitos de contratistas.
Por andar acomodándonos antes que rebotándonos nos dejamos cambiar a 12 millones de campesinos que producían lo que comíamos y nos entronizaron a 12 familias que importan todos los alimentos.
Nuestra mentalidad de pesebre apenas si nos ha dejado entonar el villancico de vamos pastores, vamos, pero para que todos obedezcamos.