Antes, cuando pensaba en un ser humano enseñándole a otro a leer, escribir y sumar, veía una figura femenina; sin embargo, a veces, solo basta con ver un poco más de cerca para encontrar las grietas y la falsedad de las cosas en las que creemos.
Bien lo dijo la filósofa y psicóloga Carol Gilligan: “el cuidado y la asistencia no son asuntos de mujeres; son intereses humanos”, ella habla de numerosos estudios en los campos de la psicología del desarrollo, la neurobiología y la antropología evolutiva, los cuales demuestran que la “facultad de comprensión mutua – empatía, telepatía y cooperación es innata” en los seres humanos.
Mi padre ha cumplido labores de cuidado desde la infancia de mis hermanas y mía: entraba a nuestras habitaciones a revisar que respirábamos, nos hacía remedios, y aún hoy es a quien acudimos por consejos.
También nos enseñó matemáticas: recuerdo sus números grandes con lapicero negro en cuadernos cuadriculados, donde escribía multiplicaciones y divisiones, para mostrarme cómo se hacía y luego ponerme a repasar; cada año, durante la primaria me explicó distintas maneras de hacerlo, él que solo estudió hasta 2do de primaria. Es como si aun pudiera respirar el olor a sangre y huesos de cerdos y vacas, que desprendía su delantal de carnicero blanco manchado de rojo, me enseñaba mientras atendía su negocio, y yo pasaba todas las mañanas de las vacaciones repasando junto a él.
A mi amiga Tania su papá le llevó la Nacho lee, le enseñó a leer en voz alta, a hacer las pausas en las lecturas, “tiene vocación de enseñanza y cuidado”, me dijo. Los padres que nos enseñaron a leer, sumar, restar o multiplicar, ejercieron un acto de paciencia y amor sostenido en el tiempo, sin interrupciones o renuncias; con ello nos mostraron que el error es parte de cualquier proceso de aprendizaje, nos hicieron sentir seguras y amadas.
A ellos, gracias.