Una de las autoras que me ha acompañado esta temporada es Mariana Matija, en su libro Niña pájaro glaciar, describe en una anécdota simple, sin saberlo (como muchas veces se dicen las vainas más importantes), la oportunidad reservada a las vivas, a las que sobreviven un día más a la muerte: ella habla “de una niña que quiere jugar, agarrar algo, soltar, tocar otra cosa, volver a soltar, porque sabe que, como solo tiene dos manos, si quiere seguir explorando siempre va a ser necesario soltar y confía en que siempre va a haber cosas nuevas para tocar”.
Estar viva es oportunidad latente, incertidumbre, el límite impuesto por el cuerpo: agarrar lo que cabe en dos manos, mirar hasta donde la vista alcanza, escuchar solo alrededor, besar una boca a la vez, caminar tanto como dos piernas permitan; quien está viva es el error en sí misma, y la fuerza para comenzar de nuevo, y reparar sin eliminar los daños… vivir es definitivo, cada día.
Estar muerta es quedarse suspendida en el tiempo, el fin de las posibilidades para crearse, hacerse posible de múltiples maneras… La muerte es el fin del acto creativo constante que es la vida y todo lo que ella produce: amor, venganza, dolor, pasión, ímpetu.
Solo quien camina hacia la muerte, se hace lo que Sándor Márai llama las preguntas más importantes, “las preguntas que el mundo le ha hecho una y otra vez. Las preguntas son estas: ¿Quién eres?… ¿Qué has querido de verdad?…¿A qué has sido fiel o infiel?… ¿Con qué y con quién te has comportado con valentía o con cobardía? (…). Lo que importa es que uno al final responde con su vida entera”.
Después de escribir esto creo que, al menos la idea de la muerte, de un fin absoluto, es la única que nos permite hacernos las preguntas más importantes.