Cuando tenía ocho años y estudiaba en la escuela Simón Bolívar de Calima El Darién, llegó la vacuna contra la tuberculosis, hace sesenta y ocho años.
En ese entonces había una vecina que escuchaba las noticias día y noche y nunca dejó de fumar, tampoco existía el temor al cigarrillo, ni al alcohol, ni a la cerveza.
En la escuela, el director y los profesores, informaron a los padres de familia que un día debían vacunarse todos los niños, pues la vecina de mi historia, inició en la vecindad, en la cuadra y luego en todo el pueblo, la noticia de que esa inoculación estaba dejando muertos y más muertos a quienes se dejaban inyectar y lógicamente, mi mamá, me dijo, “mijito, hoy no vas a la escuela”, yo ni corto ni perezoso me dediqué a jugar todo el día, sin más preocupación que comer y dormir.
Ahora, es la costumbre generalizada en este país, sucede lo mismo, una vez, el Ministerio de Salud anuncia la llegada de la vacuna anticoronavirus, relata sus beneficios, su procedencia, su seguridad y eficacia, de inmediato se riega la noticia de que no sirve, que la gente se está muriendo, que se enferma, que los efectos secundarios pueden ser graves y dejar mayores secuelas.
En otras palabras, la historia se repite, así ha sido, así será siempre, pues el pueblo no cree en sus gobernantes, nunca ha creído totalmente, menos en estos momentos en que se juega la vida, cuando se tejen cuentos sobre la superpoblación de los adultos de la tercera edad y lo que se quiere es una limpieza general y mundial, para que no explosionen las economías por el peso de las pensiones.
E inclusive se habla de las nuevas guerras bacteriológicas, y como China teje su ánimo expansionista, ya los tenemos entre nosotros en proyectos de infraestructura, con mayor razón se inventan historietas falsas sobre la bondad de la vacuna.
Recuerdo, que me vacunaron contra la viruela, el sarampión y nada pasó, eran aquellos tiempos de la huerta escolar, de las manualidades, cuando los maestros, como se les llamaba, para hacer los exámenes de rigor, se inventaban las preguntas y las ponían en las tapas de gaseosas y el estudiante metía la mano y sacaba su propio interrogatorio.
Era una fiesta.
También en esa época, regalaban la leche que venía de una Fundación alemana, creo, y un queso excelente, que se conducía a la casa de cada uno para echarlo a las arepas, asadas en fogón de leña. Y se convertían en el mejor desayuno de todos los tiempos.