En un principio la tierra era bella, inundada de agua, los ríos y mares limpios, quebradas y riachuelos murmuraban y dialogaban con las aves escondidas en las enormes ramas de los árboles que crecían majestuosos a la rivera.
Era un mundo verde en el suelo y azul en el cielo, iluminado por la noche con estrellas y especialmente la luna enamorada, mientras que en lo profundo de la selva Virgen resonaban las voces de los animales salvajes preocupados solamente por comer y beber y los colores impresionantes de la naturaleza fascinaban a su alrededor.
Llegó el hombre, conquistador y al mismo tiempo equivocado que al buscar la supervivencia y la comodidad en la tierra, poco a poco, sin conciencia íntima del dolor del mundo,inició una carrera devastadora y vertiginosa hacia la felicidad.
Hoy vemos el fracaso de la humanidad, apenas si se da cuenta que destruye la “casa común” o el “planeta azul” y mira hacia otros lugares del espacio intentando encontrar un lugar para vivir. No lo encontrará.
Estamos pagando la ceguera, la intrepidez y la ambición, propia del hombre, soportamos una ola de calor nunca antes vista y lloramos al contemplar esas tiernas criaturas que huyen del fuego en la selva, heridas de muerte, no se explican, porqué son obligadas a huir de su entorno pacífico y bello de la selva.
Cambiamos el sentido de habitar la tierra, por el de destruir la naturaleza sin importar en absoluto la vida. Estamos pagando el precio de la gigantesca osadía.
El vértigo de las redes sociales nos conducen al abismo a través de millones y millones de mensajes diarios que aturden a la gente en el más lejano y diminuto punto habitables de la tierra y por tanto impiden que se escuche lo esencial, fundamental y serio, para recuperar el tiempo perdido.
Y es nada más ni nada menos, que la Voz de Dios. El hombre sin Dios pierde la batalla.