El primer rasgo de civilización, lo que diferencia a una manada humana de una de animales es el cuidado; eso sostiene la antropóloga Margaret Mead cuando habla del hallazgo de un fémur humano roto y posteriormente sanado.
Detrás de ese fémur hay una historia que se puede inferir: un humano o grupo de humanos se detuvo para curarlo y esperar el tiempo necesario para su recuperación; si esto pasara en una manada de animales, el herido sería dejado atrás, sería presa fácil de otros animales, y no contaría con el tiempo para sanar.
Cuando entendemos este postulado podemos ver que las labores del cuidado en la vida cotidiana y el hogar, entendidas por mucho tiempo como una labor femenina y secundaria, son indispensables para el sostén de la sociedad entera.
Considero que una de las formas de cuidado más importante es la de quienes nos enseñan a leer, el recuerdo más importantes de mi infancia es el siguiente: iba en el manubrio de una cicla pequeña que conducía mi madre, tenía 27 años en ese momento, yo la abrazaba mientras ella hacía lo imposible para que mi abundante cabello crespo la dejara ver hacia delante.
Esta escena era el recorrido de ida y venida del jardín infantil, cuando íbamos me enseñaba un fragmento de un texto bíblico, y de regreso lo repasábamos; así, al final de la semana ya me sabía de memoria todo el texto bíblico.
¿Quién le enseñó a mi mamá esa estrategia pedagógica? Como esa, hay muchas historias de madres creando un sinfín de métodos para enseñar a sus hijos e hijas, sin que ellas tuvieran una gran formación académica; ellas han construido país desde los lugares cotidianos y han contribuido al bienestar colectivo de la sociedad.
Mi madre me parió para la vida en toda la extensión de la palabra, porque aquellas que nos enseñaron a leer nos parieron a la multiplicidad de vidas, de posibilidades, interpretaciones… nos abrieron el universo.