Desde hace 27 años está ubicada cerca a los ingresos al Cementerio Central Santa Luciana, en el barrio La Quinta de Tuluá, y es la encargada de armar los ramos de flores que los dolientes depositan en las tumbas de sus seres queridos.
Según lo relató a EL TABLOIDE, a ese oficio de florista llegó por su interés incesante de superarse y no depender de nadie para vivir y viendo a las mujeres que trabajaban en el lugar aprendió a elaborar los ramos, coronas y otros adornos que acompañan las gélidas tumbas.
“Esto no es fácil, pero hay que trabajar hasta donde Dios lo permita con la convicción que se debe siempre hacer lo correcto, pues yo quedé huérfana de mamá desde muy niña y eso me obligó a ir de un lado a otro e incluso en Cali, unas familiares tenían ciertos vicios y aunque me ofrecieron, nunca cedí a esas tentaciones porque tenía claro que eso no era lo que yo quería para mis hijos”, dice esta mujer madre de tres hijos, dos de ellos con serios quebrantos de salud.
Su jornada de lunes a sábado inicia después de mediodía, siempre y cuando tenga para comprar el surtido de flores, recipientes, cintas y oasis que le dan vida a los ramos. El domingo sí debe iniciar desde muy temprano, porque es el día donde los dolientes van a darle vuelta a las tumbas de familiares y amigos.
“Ese día se mueve bastante el negocio y me toca prácticamente sola, pues una de mis hijas, aunque tiene la intención de ayudarme, no puede, pues no está en condiciones físicas de hacerlo” comenta Alba, al tiempo que intenta persuadir a su nieto de que no abandone el techo que los protege, pues a esa hora llueve un poco sobre el camposanto.
Fue sepulturera
Cuando la protagonista de esta historia, que como buena mujer no revela su edad, llegó a Tuluá por allá en 1994, después de estar en varios municipios del Valle del Cauca puso en práctica lo aprendido con su padre, quien por muchos años fue sepulturero en el cementerio de San Pedro (Valle).
Sin dudarlo y ante la necesidad, que como dicen en la calle “tiene cara de perro”, también ejerció esa actividad en lo que se conocía como el mausoleo de los taxistas y el cementerio de los evangélicos, espacio que se había creado aparte, pues en esa época quienes partían de este mundo siendo de otra confesión religiosa no podían compartir su última morada con los católicos.
“Claro, yo aprendí a cavar las tumbas, a sepultar y exhumar los cuerpos, acomodar estos espacios para que se vieran bonitos y eso me permitía reunir unos pesos adicionales para pagar la pieza que había rentado en el barrio Rojas”, dice Alba tras afirmar que nunca sintió temor al ejercer esa actividad pues los muertos ya no hacen nada y es a los vivos a los que hay que temerles.
Una compañía especial
El estar tantos años en un espacio como el cementerio Central o Santa Luciana la ha llevado a despertar una devoción especial por las ánimas e incluso cuando el presupuesto se lo permite les paga una misa los días que el sacerdote de San Bartolomé la ofrece ahí en el campo santo.
“Yo oro mucho por las almas de los difuntos, incluso sin conocerlos, pero lo hago especialmente por mi padre quien antes de partir a la eternidad me dijo: “no diga que yo me morí, pues siempre voy a estar contigo” y hoy puedo decir que lo ha cumplido y de hecho hay personas que me aseguran haberlo visto a mi lado”, afirma esta mujer, trabajadora y servicial que pasa sus días haciendo que la última morada por lúgubre que parezca tenga algo de belleza.