Debo confesar que como demócrata sentí una profunda tristeza el 20 de julio al presenciar el bochornoso, triste y deprimente espectáculo, ofrecido por los congresistas de oposición y del gobierno, enfrentados en una especie de circo romano, ratificando que hoy la institucionalidad del país no vale nada y la altura de los parlamentarios de otrora se cambió por líderes vociferantes y de lenguaje incendiario y guerrerista.
Lo que más dolor e indignación produce es ver como ese lenguaje es liderado por un Jefe de Estado que no ha entendido ni quiere entender que, de continuar con la actitud de pirómano, va a dejar a su sucesor, cualquiera que sea, un país en llamas y con heridas profundas difíciles de cicatrizar.
Aunque la agenda mediática que impone Bogotá pretendió graduar de heroína a la representante a la cámara por Arauca, Lina María Garrido, porque supuestamente le cantó la tabla y le dijo “verdades” al presidente Petro, en mi caso produjo desazón y me pareció el más absurdo y tonto desaprovechamiento del derecho a réplica, pues prefirió lanzar afirmaciones de toda índole antes que desvirtuar las cifras e informaciones que hizo el Jefe de Estado, algunas de ellas como extraídas de Alicia en el país de las maravillas.
Es claro que hoy el país divaga por una crisis institucional de grandes proporciones y pienso lo complejo que va resultar salir a recoger los votos en las regiones permeadas hasta los tuétanos por la polarización promovida desde los distintos sectores políticos en contienda y con una incredulidad en el papel que cumplen los congresistas en la coyuntura actual de la patria.
Lo grave del asunto es que oteando el horizonte no se ven condiciones de mejora, pues salvo contadas excepciones las propuestas siguen siendo las mismas anacrónicas que usan la verborrea cargada de adjetivos que descalifican e insultan y de construcción nada.
P.D. Presento saludo especial a la querida matrona de San José, Inés Mina, quien me honra con la lectura de esta columna.