Esta semana, mientras acompañaba a mi sobrina de seis años en una de sus clases virtuales, me transporté a mi niñez y recordé la época escolar.
Como una invitación a escribir este texto mi mamá me muestra un álbum donde algunas fotos de antaño revelaban algo más que mi infancia: a algunas amistades que perduran a pesar de los años, otras que no, los inevitables cambios de la edad y muchas hermosas vivencias.
Mientras recordaba lo que sentía por haber vivido una niñez feliz, ocupada, sociable y tranquila, pensaba en las niñas y niños de hoy, unos se adaptan a la virtualidad y tantos otros sin acceso a ella.
Es triste hablar de conectividad, red pública o internet gratuito en un país donde aún no llega el agua potable ni la electricidad a ciertos territorios.
Es lamentable que muchos de ellos hayan perdido el año lectivo porque el Estado aún no garantiza eso ni genera equidad, y peor, que esas niñas y niños no puedan desarrollar todo su potencial ni se sienten plenos.
En algún momento de la vida cuando el covid19 sea historia mirarán el retrovisor y sentirán que falta una pieza al interior de su rompecabezas, pues a pesar de su especial forma de adaptarse en su interior añoran el regreso presencial a clases.
Conversando sobre el tema con una amiga psicóloga expresaba que “nuestra niñez se está perdiendo de la oportunidad de aprender a relacionarse y de resolver conflictos pues necesitan a sus iguales para jugar y aprender a compartir, con la penosa posibilidad de que en el futuro desaten problemas de ansiedad, depresión u otros temas emocionales a causa de la excesiva conectividad y el constante confinamiento”.
Lo que terminaría de ponerlos en un bucle por la precaria atención que recibe la salud mental en Colombia.
Esto también pasará, solo resta cuidarnos, arroparnos de esperanza y con las dificultades que haya brindarles lo mejor a ellos y a los que están por nacer.
Reflexionemos ¿qué país le dejaremos a nuestra niñez, qué niñez le dejamos al país?.