Bendito fútbol.
Una vez más esa pelota que rueda por el césped y que es la única cosa en el mundo que vive feliz entre patadas y caricias, lo volvió hacer. De nuevo ese útil que en los pies o en las manos de algunos hombres y mujeres se vuelve una poesía de versos interminables unió a un país que mantiene en guerra bélica y de palabras entre izquierdas, centros y derechas.
Como ocurrió en los 90, y un poco más reciente en el 2014, el deporte de las multitudes sentó en la misma mesa a petristas, uribistas, santistas y apolíticos que se abrazaron cuando un ‘“negrito” de El Cerrito Valle se abanicó por los aires y, como lo mandan los cánones del fútbol, clavó la esférica en el fondo de la red uruguaya para anotar un gol que resultó suficiente para que en 97 minutos la Selección Colombia alcanzara el tiquete a la gran final de la Copa América.
Se siente maravilloso ver la gente ponerse de pie en las calles y centros comerciales para cantar a una sola voz el himno nacional, compartir una cerveza, abrazarse y celebrar cada jugada de los nuestros.
Sin duda que el gran mérito de Néstor Lorenzo fue construir una familia, una hermandad en torno a la pelota, un equipo con mentalidad ganadora, con ambición y sed de gloria, características que quedaron probadas en el juego contra los aguerridos uruguayos cuando los 11 y luego los 10, tras la expulsión de Muñoz se batieron como leones y le plantaron cara a los sureños famosos por su garra charrúa.
Cuando escribo estas líneas no sé qué lo que pasará en el juego final frente a la Argentina de Messi y “Dibu” pero cualquiera que sea el resultado, siento que el fútbol lo volvió hacer uniendo a un país que camina en momentos de anarquía y que encontró en este deporte nacido en Inglaterra, una razón para ser feliz, a tal punto que le perdonaron a Uribe no haber marcado un golcito más que disminuyera la paridera y apretada de nalga.