Una de las razones para predicar el cambio es que algo no guste. En el caso del presidente de Colombia parece que ha tenido por años un acumulado de cosas que no le gustan y todas ellas juntas lo han impulsado a pregonar el cambio. Cualquiera entiend que cuando a un marido no le gusta más su mujer busque cambiarla o que a una señora no le gusta más el sofá y lo regale, pero que a un presidente de la república no le guste casi nada, nos la pone cuellona.
A Petro, que yo recuerde, no le gusta el petróleo, tampoco le gustan las EPS ni RCN ni Caracol, ni los propietarios de fincas o de empresas. Menos parecen gustarle los antioqueños o los Char o los ingenios azucareros. No le gustaron la mayoría de generales y parece no gustarle el Esmad y acaso ni la Policía.
No le gusta el carbón ni los alumbradores prestadores del servicio del alumbrado público. No le gustaron los Panamericanos en Barranquilla y los dejó perder. Por supuesto y lo hemos comprobado más de una vez, no le gusta cumplir citas y casi siempre llega tarde por lo que sospechamos que no le gusta madrugar.
Pero esta semana se ha trepado de nuevo en su pedestal desde donde le predica al país entero lo que no le gusta y, aplaudido por los paranoicos que ahora lo rodean empanicados de que si sigue así lo van a revocar desde allá le ha repicado al alcalde Galán y a los bogotanos que no le gusta el metro elevado.
Y como para que todos los colombianos entremos en razón y pensemos qué camino coger en el futuro, se fue a Cali, patrocinó el trasteo de una minga indígena desde el Cauca y al pie del monumento levantado como símbolo cuando el estallido social en Puerto Rellena, le dijo a toda Colombia que no le gusta la Constitución vigente.
Nos resultó aburridor el señor presidente. No le gusta nada. No le sirve nada. ¿Entonces?