En La Unión un hombre asesina a su excompañera sentimental con de-mencial atrocidad, en Tuluá una mujer le arroja un plato de sopa caliente a su progenitora, en Risaralda una mamá le quema los brazos a su hija en la estufa de la cocina, un alto funcionario pierde su puesto porque vencido por la carne, decidió tener una orgia en un cotizado club costeño y la lista podría seguir y quizá faltarían páginas para escribir las señales que el mundo nos da a diario para mostrarnos una y otra vez la decadencia en la que está sumida la humanidad de hoy.
Cada suceso es más grave que el otro y lo que más preocupa es la actitud que asumimos como parte de la sociedad, normalizándolos e incluso los justificamos con argumentos tan baladíes que hacen más compleja la situación de crisis por la que atravesamos.
Desde mi punto de vista el mal que nos agobia está sobre diagnosticado y tiene su origen en el rompimiento de la familia como eje de la sociedad, pues como bien lo dijera San Agustín: “La familia es un ámbito en donde se comparte no solo la vida de todos los días, y se aprende a ser personas, según una determinada cultura e idiosincrasia, sino que es también un ámbito en el que se vive y se comparte la fe”.
Es necesario entonces reflexionar sobre las palabras del santo de Tagaste, para entender que la única manera de lograr recomponer el camino es volviendo a lo básico que en este caso, se representa en la autoridad que papá y mamá deben ejercer, pues si la semilla es buena los frutos serán los mejores.
No podemos seguir esperando a que el Estado sea el que nos saque del berenjenal en el que estamos; aunque sí convendría que el gobierno en cada una de sus ramas se dedicara a trabajar en políticas reales que atiendan la crisis por la que transitamos y dejar de seguir promoviendo normas para ellos, ellas y elles, pues es ese libertinaje legal lo que nos tiene caminando por la arena movediza de la desesperanza.